Cuaresma

Hola!
Te comparto un discurso del Papa Pablo VI que puede serte útil en el inicio de la Cuaresma para comprender estos cuarenta días en los que Jesús vivió en el desierto para luego enfrentar las tentaciones, pues El venció humanamente lo que para nosotros era y es imposible la mayor de las veces. 
Con nuestros altibajos, buscando tener a Jesús en nuestros labios y corazón, tendremos la fragancia del amado por Dios y temido por el mal espíritu.
Dios te bendiga afectuosamente para lo cual te tengo en mis humildes y fieles plegarias cotidianas.
Confío en las tuyas por mi.
Oremos juntos por la Iglesia y por quienes tienen la misión de servirla.
Daniel


Audiencia General de Pablo VI 
15 de noviembre de 1972.


<Líbranos del mal>

¿Cuáles son las mayores necesidades de la Iglesia?

Que nuestra respuesta no os cause estupor como simplista, o incluso supersticiosa o irreal: 

Una de las más grandes necesidades es la defensa contra aquél mal llamamos demonio.

Antes de aclarar nuestro pensamiento invitamos al vuestro a abrirse a la luz de la fe sobre la visión de la vida humana, visión que desde este observatorio se amplía intensamente y penetra en singulares profundidades. 

Y en verdad el cuadro que estamos invitados a contemplar con total realismo es muy bello. Es el cuadro de la creación, la obra de Dios, que Dios mismo admiró en su esencial belleza como reflejo exterior de su sabiduría y su poder (Cf. Gén. 1,10; etc.).

Luego, es muy interesante el cuadro de la historia dramática de la humanidad, historia de la cual emerge la de la redención, la de Cristo, de nuestra salvación, con sus estupendos tesoros de revelación, de profecía, de santidad, de vida elevada al nivel sobrenatural, de promesas eternas (Cf. Ef. 1,10). 

Sabiendo mirar este cuadro, es imposible no quedar encantados (Cf. San Agustín, Soliloquios): Todo tiene un sentido, todo tiene un fin, todo tiene un orden, y todo deja vislumbrar una Presencia - Trascendencia, una Vida, y finalmente un Amor, de modo que el universo por lo que es y por lo que no es, se presenta a nosotros como una preparación que entusiasma y embriaga para algo todavía más bello y más perfecto (Cf. 1. Cor 2,9; 13,12; Rom 8, 19-23). 

La visión cristiana del cosmos y de la vida es por tanto triunfalmente optimista; y esta visión justifica nuestra alegría y nuestro reconocimiento de vivir; por lo cual celebrando la gloria de Dios cantamos nuestra  felicidad (Cf. el Gloria de la misa).


La enseñanza bíblica


Pero, ¿es completa esta visión? ¿Es exacta? ¿No nos importan las deficiencias que hay en el mundo? ¿Las alteraciones de las cosas respecto a nuestra existencia? ¿El dolor, la muerte? ¿La maldad, la crueldad, el pecado, en una palabra, el mal? ¿Y no vemos cuánto mal hay en el mundo? ¿Especialmente tanto mal moral, es decir, simultáneamente aunque de modo diverso, contra el hombre y contra Dios? ¿No es este un triste espectáculo, un inexplicable misterio? ¿Y no somos nosotros, precisamente nosotros los adoradores del Verbo, los cantores del Bien, nosotros los creyentes, los más sensibles, los más perturbados por la vista y la experiencia del mal? 

Lo encontramos en el reino de la naturaleza, donde muchas de sus manifestaciones nos parecen denunciar el desorden. 

También lo evidenciamos en el ámbito humano, donde encontramos la debilidad, la fragilidad, el dolor, la muerte y algo pero; una doble ley en contraste, una que quisiera el bien, la otra, en cambio, orientada al mal, tormento que San Pablo pone en humillante evidencia para demostrar la necesidad y la fortuna de una gracia salvadora, es decir, de la salvación traída por Cristo (Cf. Rom 7); ya el poeta pagano había denunciado este conflicto interior en el corazón mismo del hombre: vídeo meliora proboque, deteriora sequor -veo lo mejor y lo apruebo, pero hago lo peor- (Ovidio, Metamorfosis 7, 19). 

Encontramos el pecado, perversión de la libertad humana, y causa profunda de la muerte, porque es alejamiento de Dios, fuente de la vida (Rom 5,12), y a su vez, ocasión y efecto de una intervención en nosotros y en nuestro mundo de un agente oscuro y enemigo, el demonio.

El mal ya no es solamente una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritualmente pervertido y pervertidor. 

Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa.

Se sale del marco de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien rehúsa desconocer su existencia; o quien afirma que es un principio en sí mismo, que no tiene como todas las criaturas origen en Dios; o el que la explica como una pseudo-realidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestros males.

El problema del mal, visto en su complejidad, y en su falta de lógica con respecto a nuestra racionalidad unilateral, se hace obsesionante. Este constituye la más fuerte dificultad para nuestra inteligencia religiosa del cosmos. No sin razón San Agustín sufrió esto durante años: Quarebam unde malum, et non erat exitus -yo buscaba de dónde venía el mal, y no encontraba explicación (San Agustín, Confesiones, VII, 5,7,11, etc.; PL 32, 736, 739).

He ahí pues la importancia que asume el caer en la cuenta del mal para nuestra correcta concepción cristiana del mundo, de la vida, de la salvación. 

Primero en el desarrollo de la historia evangélica al principio de su vida pública: 

¿Quién no recuerda la página tan densa de significados de la triple tentación de Cristo? 

¿Y los muchos episodios evangélicos en los que el demonio se cruza en los pasos del Señor y figura en sus enseñanzas? (Cf. Mt. 12,43).

¿Y cómo al recordar que Cristo, tres veces refiriéndose al demonio como su adversario, lo califica como <príncipe de este mundo>? (Jn 12,3; 14,30; 16,11). 

La incumbencia de esta nefasta presencia es señalada en muchísimos pasajes del Nuevo Testamento. 

San Pablo lo llama el <dios de este mundo> (2Cor 4,4), y nos pone sobre aviso respecto a la lucha en la oscuridad, que nosotros los cristianos debemos sostener no con un solo demonio, sino con una espantosa diversidad de estos: <Revestíos, dice el apóstol, de la armadura de Dios para poder hacer frente a las insidias del diablo, porque nuestra lucha no es (solamente) con la sangre y la carne, sino contra los principados y las potestdos, contra los dominadores de las tinieblas, contra los espíritus malignos del aire> (Ef 6, 11,12).

Y que se trata no de un solo demonio sino de muchos, lo muestran distintos pasajes evangélicos (Lc 11,21; Mc 5,9); pero uno es el principal: Satanás, que quiere decir el adversario, el enemigo; y con él muchos, todas criaturas de Dios, pero caídas, porque son rebeldes y condenadas (cf Denzinger 800,428); todas un mundo misterioso, conmovido por drama muy infeliz, del cual conocemos bien poco.


El enemigo oculto que siembra errores


Sin embargo, conocemos muchas cosas de este mundo diabólico, que tiene que ver con nuestra vida y con toda la historia humana. El demonio está en el origen de la primera desgracia de la humanidad; él fue el tentador engañoso y fatal del primer pecado, el pecado original (Gén 3; Sab 1,24).

Desde aquella caída de Adán, el demonio obtuvo cierto dominio sobre el hombre, del que sólo la redención de Cristo puede liberarnos. 

Es una historia que dura hasta ahora: recordamos los exorcismos del bautismo y las frecuentes referencias de la Sagrada Escritura y de la liturgia a la agresiva y opresora <potestad de las tinieblas> (cf. Lc. 22,53; Col 1,13). 

Es el enemigo número uno, es el tentador por excelencia. Sabemos así que este ser oscuro y turbador existe realmente, y que con astucia traicionera sigue actuando aún; es el enemigo oculto que siembra errores y desventuras en la historia humana. Hay que recordar la reveladora parábola evangélica de la buena semilla y la cizaña, síntesis y explicación de la falta de lógica que parece dominar nuestras contrastantes vivencias; inimicus homo hoc fecit (Mt. 13,28). Es <el homicida desde el principio... y padre de la mentira>, como lo define Cristo (cf. Jn 8, 44-45); es el tramposo sofista del equilibrio moral del hombre. 

Es él, el pérfido y astuto encantador, que sabe insinuarse en nosotros por medio de los sentidos, de la fantasía de la concupiscencia, de la lógica utopista, o de desordenados contactos sociales en el juego de nuestro actuar, para introducir en éldesviaciones, tan nocivas porque parecen compatibles con nuestras estructuras físicas o psíquicas, o con nuestras aspiraciones instintivas profundas.

Este capítulo sobre el demonio y el influjo que puede ejercer sobre las personas, sobre comunidades, sobre sociedades enteras, o sobre acontecimientos, sería un capítulo muy importante de la doctrina católica que habría que estudiar, dado que hoy realmente se lo estudia poco.

Piensan algunos que pueden encontrar una compensación suficiente en los estudios psicoanalíticos y psiquiátricos o en experiencias espiritistas, hoy lamentablemente tan difundidas en algunos países.

Se teme recaer en viejas teorías  maniqueas, o en temibles divagaciones fantásticas y supersticiosas. Hoy se prefiere mostrarse fuertes y sin prejuicios, creerse racionalistas, salvo cuando se trata de creer en tantos espantos mágicos o populares, o peor, abrir la propia alma -la propia alma bautizada-, ¡visitada muchas veces por la presencia eucarística y habitada por el Espíritu Santo!, a las experiencias licenciosas de los sentidos, a los venenos de los estupefacientes, como también a las seducciones ideológicas de los errores de moda, rendijas a través de las que el Maligno puede fácilmente penetrar y alterar la mentalidad humana.

No se ha dicho que todo pecado se directamente a la acción diabólica (cf. Summa Theologiae, 1, 104, 3); pero sí es cierto que quien no vigila con cierto rigor moral sobre sí mismo (cf. Mt 12,45; Ef 6,11) se expone al influjo del mysterium iniquitatis, al que se refiere San Pablo (2Tes 2,3.12) y que hace problemática la alternativa de nuestra salvación.

Nuestra doctrina se vuelve incierta, oscurecida como se encuentra por las tinieblas mismas que rodean al demonio. 

Pero nuestra curiosidad, excitada por la certeza de su existencia múltiple, se legitima con dos preguntas: 

¿Qué señales existen de la presencia de la acción diabólica? 

¿Cuáles son los medios de defensa contra tan insidioso peligro?


Presencia de la acción del Maligno


La respuesta a la primera pregunta exige mucha cautela, aunque los signos del Maligno quizá parecen evidentes (cf. Tertuliano, Apologeticum 23).

Podremos suponer su siniestra acción allí donde la negación de Dios se vuelve radical, sutil y absurda, donde la mentira se afirma hipócrita y poderosa contra la verdad evidente, donde el amor es ahogado por el egoísmo frío y cruel, donde el nombre de Cristo es impugnado con odio consciente y rebelde (cf. 1Cor 16,22; 12,3), donde el espíritu del evangelio es mitificado y desmentido, donde la desesperación se afirma como la última palabra, etc.

Pero es un diagnóstico demasiado amplio y difícil, que no nos atrevemos a profundizar y autentificar ahora, pero que no carece de un dramático interés para todos, al que incluso la literatura moderna ha dedicado páginas famosas (cf. por ejemplo las obras de Bernanos, estudiadas por Ch. Moeller, Littér. Du XXe siécle, I, pag. 397 ss; P. Macchi, Il volto del male in Bernanos; cf. Satán, Etudes Carmélitaines, Desclee de Brouwer, 1948).

El problema del mal sigue siendo uno de los más grandes y permanentes problemas para el espíritu humano, aún después de la victoriosa respuesta que nos da Jesucristo. <Nosotros sabemos -escribe el evangelista San Juan- que somos nacidos de Dios, y que todo el mundo está puesto bajo el maligno> (1Jn 5,19).


La defensa del cristiano


La otra pregunta: 

¿Qué defensa, qué remedio oponer a la acción del demonio? 

La respuesta es más fácil de dar, aunque sigue siendo difícil de poner en práctica. 

Podremos decir: Todo lo que nos defiende del pecado nos previene, por lo mismo, del invisible enemigo. La gracia es la defensa decisiva. La inocencia asume aspecto de fortaleza. 

Y cada uno recuerda todo lo que la enseñanza apostólica ha simbolizado en la armadura de un soldado, las virtudes que pueden hacer invulnerable al cristiano (cf. Rom 13,12; Ef. 6,11.14.17); 1Tes 5,8).

El cristiano debe ser militante; debe ser vigilante y fuerte (1Pe 5,8); y debe de vez en cuando recurrir a algún ejercicio ascético especial para alejar ciertas incursiones diabólicas; Jesús lo enseña indicando el remedio <en la oración y en el ayuno> (Mc. 9,29). Y el apóstol sugiera la línea maestra que se ha de tener: <No te dejes vencer por el mal, sino vence con el bien el mal> (Rom 12,21; Mt 13,29).

Así pues, conscientes de las presentes adversidades en que hoy se encuentran las almas, la Iglesia, el mundo, trataremos de dar sentido y eficacia a la acostumbrada invocación de nuestra principal oración:

<¡¡Padre nuestro ... líbranos del mal!!>

Que para esto os auxilie nuestra Bendición Apostólica.

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